Un puente
hacia vos
Mirta Taboada
Escribimos
para tender un puente hacia otro y mostrarle un mundo. Escribimos por
necesidad, por deseo, porque hay un hecho significativo que no puede ser
narrado de otra manera. Pero para escribir un cuento, un relato u otro género
literario hay que trascender la capacidad mecánica y aprendida de hacer lindas
oraciones con sujeto y predicado.
Para empezar hay un plan, aunque
sólo sea una intención o un esbozo. Hay preguntas fundamentales. Escribir es un
acto inseparable del pensamiento y la reflexión. ¿Sobre qué quiero escribir?
¿Cuál es mi intención con eso? ¿Cuál es la mejor manera de llevarlo a cabo? Poe
ya lo escribió: nunca es el aura mágica que ilumina una trama original o una
forma novedosa, irreverente de contar. La escritura es un músculo que se
ejercita. Como manifiesta Juan Bosch, tiene una arquitectura delicada y tiene
su técnica.
Se empieza con un tema, elección
que más que imaginación requiere sensibilidad y agudeza. El tema puede hallarse
en la superficie de lo cotidiano, allí donde no parece existir materia para la
literatura. Esa superficie es sólo aparente y en aquello que nos rodea puede
encontrarse profundidad, oscuridad, extrañamiento. La universalidad es el rasgo
infaltable del tema. Aquello que interpele al lector en tanto otro igual a uno,
inmerso y hacedor de la misma realidad compleja, con su humanidad.
El tema debe estar expresado en un
hecho que trasmita mejor que otro un efecto o significado. Ya sea una
estructura tradicional de comienzo, nudo y desenlace o una no convencional, la
totalidad del texto debe centrarse en ese hecho significativo hasta el final. Las
digresiones y los ejercicios de escritura autocomplacientes no harán más que
crear eso que algunos llaman lector cansado o aburrido.
El
lector
Antes que nada, un escritor es
lector. Se aprende a escribir escribiendo y previo a eso, leyendo. De nuevo: no
como una pedagogía escolar conductista enseña a leer, en la literalidad de la
frase. Leer es un acto de comprensión y de reflexión. Nunca se lee (ni se
escribe) una sola historia y nunca hay un tema, a la manera de una respuesta
única frente a un concurso de preguntas y respuestas.
A partir el punto final resuena en
la cabeza del lector un mundo, como un golpe de gong. Los sentidos nunca están
pautados, se proponen; incluso surgen nuevos. El texto no es un producto
acabado por la mano de quien lo escribió, sino que es algo abierto, inconcluso,
a pesar de que tenga un final contundente y en apariencia cerrado. Es abierto
en toda su estructura de materia significante.
Realidad
y ficción
Hay una relación tensa entre verdad
y ficción. Como advierte Juan José Saer, la ficción no es sinónimo de falsear
la verdad sino un tratamiento distinto de ella, que busca mostrarla en su
complejidad. La credibilidad y la verosimilitud son condiciones necesarias de
todo texto ficcional. El pacto de lectura se basa en que el lector (y el
escritor, primero) cree en esa historia, en esos personajes y en la forma en
que está contada.
En la escritura, se desafía y se desobedece la
aclaración recurrente que aparece antes del inicio de una telenovela: “Los
hechos y/o personajes del siguiente programas son ficticios, cualquier
similitud con la realidad es pura coincidencia.” Un escrito con esa aclaración
al principio, implicaría la muerte de ese texto, la disolución del pacto entre
escritor y lector. Alguien que quiere escribir no debe caer en azares o
coincidencias en el proceso de escritura. Un escritor busca, es un perseguidor
de realidad, en sus distintas formas y colores, a través de la ficción.
Así
no se escribe
No se escribe de una manera. Un
hecho, una historia, un tema, pueden ser materia de ficciones diversas a través
del tono, del punto de vista del narrador, del registro del lenguaje o de la focalización
en determinados personajes. El uso de la primera persona no quiere decir que se
tenga que escribir sobre la propia experiencia de manera literal, ni que uno
mismo sea ese personaje. Así como la tercera nunca es un punto de vista
objetivo, sino que asume puntos de vista a través del uso de diálogos, de
adjetivos precisos y bien puestos y de las acciones que se elige narrar.
No todos los escritores estudiaron
Filosofía y Letras, no todos son periodistas, no todos son ricos y famosos o
escriben best-sellers. No se necesita una Underwood y un escritorio silencioso
con una larga biblioteca empotrada, aunque los libros sean infaltables y el
hábito de lectura se convierta en una necesidad que dura toda la vida.
Tampoco se requieren hechos
extraordinarios, ambientes exóticos, hazañas de vida, muertes trágicas o ser un
genio enloquecido o adicto para tener material literario. Así como existe una
tensión, y no una oposición, entre ficción y verdad, la imaginación y la
experiencia no son excluyentes una de la otra.
La vida de alguien no alcanza por sí misma para ser materia de ficción.
En el proceso de escritura, se
toman diferentes experiencias, las propias y las de otros. No sólo se parte de
hechos sino de sensaciones, emociones, expresiones de la subjetividad. La
transformación puede operar a nivel psicológico y no sólo a nivel
argumental. Lo novedoso o exótico quizás
sean parámetros noticiables pero no en la escritura.
Construir
un mundo
Escribir es un acto de precisión y
sensibilidad, es, a la manera de Raymond Carver, una forma singular de observar
el mundo, la vida, lo que nos rodea, y tener la sensibilidad y la habilidad
para convertirlo en un cuento, un relato o una novela. En el texto se hace
palpable una forma única de ver y construir un mundo. Con la salvedad necesaria
de que, como apunta Flannery O’Connor, “nuestras creencias serán la luz por la
que habremos de mirar, pero no serán lo que se vea ni tampoco un sustituto del
acto de mirar.”
La tensión y la intensidad no
pueden faltar. Como se dijo, no están relacionadas a lo exótico, sino al ritmo
del texto, que no es el ritmo de la escritura. El texto no debe ser como un largo
viaje en colectivo en hora pico y en verano: aletargado, trabado, en ocasiones,
con tumbos repentinos. La intensidad debe mantenerse en el texto, y la tensión
debe dosificarse, no puede durar por
mucho tiempo sin quebrarse. Las acciones, como reconoce Bosch, son la sustancia
de un cuento. Las frases explicativas y
valorativas sobran, entorpecen y alejan
al lector con la presencia invasiva de la voz del narrador.
Ese gran escultor
El tiempo es una dimensión que
marca la escritura desde afuera y adentro. El tiempo en que se narra la
historia, el tiempo en donde sucede. Por otro lado, el tiempo en que escribe el
escritor, su tiempo, su contexto. El tiempo que se tarda en escribir: a veces
un cuento tarda más que una novela. Pero lo que más dura no es la escritura,
sino la corrección, la edición.
Abelardo Castillo escribió que eso
es todo lo que existe: borradores y no libros, y que un escritor es el que
escribe el borrador más hermoso. Es
innegable volver una y otra vez sobre lo que se escribió, quizás de un tirón,
es parte fundamental del trabajo de escritura.
“En el constante leer lo que escribió, uno encuentra lo que quiere
escribir y en el constante leer lo que quiso escribir, encuentra lo que debe
escribir”, apunta Pablo Ramos. Por eso la escritura es un trabajo artesanal,
las palabras significan, tienen un peso y una palabra que sobre o que no sea la
precisa puede arruinar un texto. Que un texto necesite correcciones no
significa que fracase, sino que es que necesario pulirlo, modelarlo y tallarlo,
como a una escultura.
Con todo, las luces rojas en la
escritura no están para detener el camino y echar marcha atrás, sino para
detenerse y seguir, con la actitud vigilante y los sentidos puestos en el
texto. No sólo se crea con la vista y tampoco se escribe con las manos. No hay
un manual: hay técnicas, hay consejos, modos y definiciones de quienes escriben
y que reflexionan sobre el trabajo escritural.
Es también la lectura atenta, el
tratar de sacar cómo hizo el autor que estamos leyendo. Experimentar, jugar, no
tener miedo. Las palabras fueron inventadas por nosotros, no son una cosa dada.
Antes de sentarse frente a la computadora, al cuaderno, la máquina de escribir
—porque sentarse es un gran primer paso—hay que sacarse de encima la moralina, las
buenas costumbres y los velos de la ignorancia. Y a escribir.