15 de noviembre de 2014

CRONICA ALUMNOS- La dimensión desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes

La dimensión desconocida: luces, billetes y máquinas parlantes
Por Mirta Taboada

El remisero fuma la última pitada antes de subir al auto, y aplasta la colilla con la punta de la zapatilla. Cuando se sienta, el espejo retrovisor refleja sus ojos que miran hacia la izquierda, hacia el letrero que centellea con luces blancas.

 —A veces veo que a la mañana van las viejas a comprar el pan, entran y chau, se olvidaron de la panadería. Como en la dimensión desconocida, como si esa puerta de vidrio pesada llevara a una realidad paralela donde nunca se sabe cuando ni cómo se va a salir.

      Hay dos morochos grandes en la puerta. —Por favor, deje la mochila. (¿Las viejas dejarán la bolsa del pan también?) Ahora hay que atravesar un detector de metales. Que la suerte, y no la fuerza, los acompañe.  Un sonido repetitivo como la musiquita de los juegos del Family sale de todas las máquinas tragamonedas. Es un loop, un bucle infinito. Es el sonido de la nueva dimensión.

A las personas se les ilumina la cara por la pantalla. Una luz azulada les devela el gesto inmutable, concentrado. La máquina les habla con una voz femenina y ellos hablan con la máquina. Aunque casi todo esté en inglés, se entienden. Antes sus ojos ven desfilar diamantes, personajes de Playboy, animales exóticos, las pirámides de Egipto.

          La vista es el sentido esencial para manejarse: bolillas, ruletas electrónicas, premios con números de cinco cifras, luces de colores, carteles que muestran un plato con una milanesa y papas fritas, con colores de otro mundo.

En esta otra realidad el espacio se extiende más allá de sus límites. En lo alto de las paredes hay espejos que dan una sensación de que todo continúa, de que las máquinas pasan de ser 400 a 800. Hay escaleras que ascienden y descienden, hay portales que llevan a otros lugares.

París y El Cairo
A Paris se llega atravesando uno de esos portales. Es más chico de lo que se piensa, como una habitación. En sus paredes se pueden ver todas las vistas que hay que ver: desde la torre Eiffel hasta el jardín de Versailles. Incluso la alfombra desapareció, hay baldosas que simulan un empedrado, y mesitas como la de los cafés. Pero ni un gato maullando o un músico con un acordeón.

 En el centro del pequeño salón, hay una pantalla que muestra una carrera de caballos sobre arenas imaginarias y, frente a ella, filas con lugares de apuestas individuales. Un tipo con campera de River grita—¡Dale, morocho, dale, corré! Y otro con rasgos orientales mira concentrado su pantalla, con las zapatillas blancas salidas en el talón como si fueran chancletas y un billete de cincuenta listo para insertarlo en una ranura. 

En el primer piso está África: El Cairo. Para entrar hay que firmar una declaración jurada. La casa no se hace responsable por los daños que provoca en la salud la exposición al humo. Adentro, el aroma a shopping que está hasta en los baños se esfuma con una nube densa de humo que los mozos y mozas atraviesan como si no existiera. Una mujer rubia con un reloj de fantasía y uñas pintadas de rojo golpea el botón de apuestas de una máquina y tose. En la otra mano sostiene el cigarrillo; en el tablero está la caja ya casi vacía de Phillip Morris.

A este universo lo rigen sus propias normas: no sentarse en la máquina donde alguien acaba de ganar un premio importante. No detenerse a observar la jugada de otros. En la sala de bingo, comprar por lo menos dos cartones por persona. Si se lo gana, invitar a los compañeros de mesa una jugada. No hay castigo; nadie será condenado al ostracismo social por transgredirlas, pero son necesarias para formar parte del deber-ser de esa realidad. Para pertenecer, hay que jugar de acuerdo a sus reglas.

La forma del tiempo
En la realidad del entretenimiento no importa el tiempo. El tiempo está asociado al trabajo, y salvo los empleados con chalecos de diferentes colores que rotan cada ocho horas, no se entra a esta realidad para trabajar. Todo rota en un movimiento casi imperceptible. Las chicas que limpian el baño cada media hora, los mozos, los empleados de servicio, los que arreglan las roturas, los de seguridad.  

Los empleados deben estar atentos por si alguien los llama. Nunca por el nombre, salvo que se lo pregunten. Son anónimos que se definen por el color de la ropa. Toda una nueva organización social. Celeste para los mozos, amarillo para los que cambian billetes, blanco para los recepcionistas, rojo para los de limpieza, bordó para los que arreglan los desperfectos técnicos.

         Los hombres vestidos de negro, como guardianes de la dimensión desconocida, están apostados cerca del ascensor o caminando, con cables que parecen de teléfono fijo atrás de la oreja y un handy que de vez en cuando llevan a la boca.

El día y la noche son circulares. Cuando se sale de la puerta de vidrio, la realidad anterior golpea. El aire no acondicionado envuelve la cara y el sol cae en los ojos y ya no hay luz azulada. Quizás hay luna llena y la lluvia moja.

Una mujer sale de la dimensión desconocida y la puerta de vidrio se cierra sola detrás de ella. Cruza hacia la remisería que está enfrente, esquivando charcos.

—Se me hizo re tarde, mirá la hora que es, ¿tenés un auto?


El remisero apura el cigarrillo y lo aplasta con la punta del pie.