6 de agosto de 2012

RECURSOS-¿Un escritor nace o se hace?-Autores varios


¿UN ESCRITOR NACE O SE HACE?

Artículo publicado en la Revista La balandra N.° 1, primavera 2011



Diez narradores consolidados aceptan el desafío de responder a una de las primeras preguntas que se hace cualquiera que emprende el desafío de contar: ¿basta el puro talento, y sin él nada se puede, o por el contrario hay un oficio de la literatura, que el trabajo puede enseñar? ¿Cuándo puede uno afirmar que es escritor?


¿Hay un don que se recibe de antemano, o es trabajo y más trabajo lo que logra hacer de alguien un escritor? Pregunta simple, que de modo velado o directo, se ha hecho o le ha sido formulada alguna vez a todo el que ejerce el oficio de narrar. Un interrogante que se plantea, con cierta angustia o ligera curiosidad, cualquier persona que comienza a escribir o que hace años está escribiendo sin acceder por esa tarea a una valoración pública: la que va más allá de su círculo íntimo de amigos y parientes ¿Cuándo puede uno afirmar que es escritor? Con esta pregunta asoman otras que registran el anhelo, la necesidad de obtener certezas. Indicadores de no estar equivocando la apuesta: existe algo que pueda distinguir a una persona que escribe con regularidad de un narrador?

A diferencia de lo que ocurre con otras disciplinas artísticas, en la que determinado título, sin dar garantía de talento, habla de una formación adecuada para lanzarte a ejercer -hay facultades o escuelas de Bellas Artes, cinematografía, música, actuación, diseño, danza: hay escuelas que puedan dar título de escritor, ni la facultad faculta para serlo. Letras da egresados en letras, licenciados, doctores. No escritores. Si contabilizamos los casos de narradores que han cursado estudios académicos, nos encontraremos con una minoría. La mayoría proviene de otras carreras universitarias, son autodidactas, o formados con la guía de un maestro, o han salido de talleres privados. No hay ninguna institución que además de herramientas y recursos pueda brindar la "chapa" de escritor.

Esto parece dar lugar a una tierra de nadie, en la que todo queda librado a los escrúpulos de quien la transita. Nadie se acercaría a un bailarín de ballet para decirle "¡yo también bailo!", porque está claro que ese bailar no se refiere a ir a una discoteca cada fin de semana, o contorsionarse en alguna habitación al son de melodías más o menos apropiadas. Sin embargo, el hecho de poder manejar apenas las sintaxis y la gramática de un idioma parece habilitar a cualquiera a decir "yo escribo".

Entonces, escribir no es ser escritor, muy bien. Pero se es escritor escribiendo. No hay otro modo de serlo. Ni el lector más voraz podrá ser escritor si no ejerce el oficio. ¿Se es escritor siéndolo? Algo así. Ésta es la especie de absurdo o paradoja que acomete con insistencia a una gran parte de los iniciados en la práctica de la escritura. Y aunque cuando uno ya está plenamente convencido de que es un escritor suele olvidar esta pregunta, la mayoría pasa por ella en algún momento, o la mayoría hemos sabido que no necesitábamos respuesta a ella, que lo éramos, éramos escritores, aun mucho antes de que alguien nos nombrara así.

Pero la inquietud existe y seguirá existiendo, manifestada cotidianamente no sólo por aquellos que se dedican o quieren dedicarse a la práctica de la escritura, sino también por muchos lectores, interesados en las biografías de los autores que los han deslumbrado con sus cuentos o novelas. Para aportar un poco de luz al asunto, teniendo en cuenta, incluso, que el mejor modo de dedicarse a escribir es relativizando la importancia de una validación a esa práctica, La balandra ha salido a buscar la opinión de un grupo de notables narradores argentinos. Y el resultado es alentador. Una pregunta tan naif o inútil para algunos, resulta refrescante por lo que remueve: la propia historia de cada escritor.


EDUARDO MUSLIP
Un escritor nace o se hace: supongo que se hace, como "se hacen" todas las vocaciones. Podría haber sido ("haberme hecho") carpintero, contador, electricista, analista de sistemas, diseñador gráfico, para mencionar algunas actividades con las que tuve algún contacto. Soy profesor de Lengua y Literatura, y eso es claramente algo que "me hice", y uno se puede hacer escritor al mismo tiempo que uno se hace carpintero, etc.; uno se hace escritor y también se puede hacer en otras actividades. También se puede dejar de serlo, creo. A veces creo que puedo dejar de serlo y a veces no. Cómo me hice escritor: habrán entrado la felicidad de las lecturas, la idea de que uno puede hacer sentir a otros algo parecido a lo que a uno le hicieron sentir otros escritores, el estímulo apropiado, o al menos el peso mayor de las voces que estimulan en comparación con los desalientos (hablo de las voces de los otros y también de las internas); el hecho de que en principio nadie me pidiera que fuera escritor, el hecho de que con el tiempo sí me consideraran como tal... Uno no sólo "se hace" sino que se "sigue haciendo" escritor por la idea de que puede escribir algo que supere a lo anterior, por el hecho de que siempre es más significativo lo que se hace o que se piensa hacer que lo que ya hizo. En suma, ser escritor viene del hecho de ser considerado como tal, de que uno se considere como tal, de que uno esté escribiendo, además de ya haber escrito o de proyectar escribir. También a uno "lo hace" escritor el hecho de mirar al pasado y sentir que lo que ya escribió sigue representándolo, al menos en parte. Uno se hace escritor al tomar como natural que se le hagan preguntas como éstas que suponen que uno es escritor y pueda hablar de cómo llegó a hacerlo, aunque uno intuya que no hay manera de transmitir una verdad sobre eso.

"Uno se puede hacer escritor al mismo tiempo que uno se hace carpintero."

CLAUDIA PIÑEIRO
Hay un libro que siempre recomiendo a quienes quieren escribir: Para ser novelista, de John Gardner. Gardner fue profesor de escritura creativa durante más de veinte años en universidades americanas. Allí tuvo como alumnos a Raymond Carver y a otros escritores más o menos famosos que él. El libro empieza con un capítulo que se llama "La naturaleza del escritor" y con el siguiente párrafo:

"Casi todo escritor principiante pregunta en un momento u otro (o quisiera atreverse a preguntar), a su profesor de literatura creativa o a alguien que crea que pueda responderle, si de verdad tiene o no lo que hace falta para ser escritor. Y la respuesta sincera es casi siempre: Sabe Dios..."

"Si nada en el mundo le importa a uno tanto como robarle tiempo a lo que sea para sentarse frente a una computadora y darle a las teclas hasta que aparezcan las palabras precisas, hay posibilidades."

Creo, como él, que hay cuestiones imponderables para determinar si alguien se convertirá o no en escritor. Pero podemos identificar ciertas condiciones necesarias; algunas vienen dadas, otras habrá que encontrarlas o pulirlas en el camino. Entre las que viene dadas hay una que considero imprescindible: el deseo.

Deseo de escribir. Si existe, si nada en el mundo le importa a uno tanto como robarle tiempo a lo que sea para sentarse frente a una computadora y darle a las teclas hasta que aparezcan las palabras precisas, hay posibilidades. En algún momento ese deseo llevará a buscar desesperadamente cualquier otra cosa que fal¬te: lectura compulsiva e incisiva de toda la literatura posible; guía de un buen maestro que sea generoso en la trasmisión; dar a leer lo escrito y escuchar luego a esos lectores de un primer borrador; corregir una y mil veces hasta llegar a la versión posible.

Deseo, búsqueda y esfuerzo.

Si además hay un gran talento, mucho mejor. Eso marcará la diferencia entre, por ejemplo, Borges, Cortázar, Proust, Chejov, y el resto de todos nosotros.


CUESTIÓN DE ESTILO

Puedo decir que asistí a un solo taller literario en mi vida y que duró alrededor de cinco minutos. Yo tenía dieciséis o diecisiete años, había escrito un cuento muy largo llamado "El último poeta" y consideraba que era, naturalmente, extraordinario. Se lo fui a leer, una tarde, a un viejo profesor sin cátedra que vivía en las barrancas de San Pedro, un hombre muy extraño. Bosio Arnaes se llamaba. Leía una cantidad de idiomas. Recuerdo que tenía un búho, papagayos, un enorme mapamundi en su mesa. El mismo se parecía a un búho, pájaro, dicho sea de paso, que fue el de la sabiduría entre los griegos. La penúltima vez que lo vi, el viejo estaba casi ciego, pero se había puesto a aprender ruso para leer a Dostoievski en su idioma original. Eso la penúltima vez. La última, estaba leyendo a Dostoievski, en ruso, con una lupa del tamaño de una ensaladera. Era un hombre misterioso y excepcional. En San Pedro se decía que era el verdadero autor del libro sobre los isleros que escribió Ernesto L. Castro y del que se hizo la famosa película. La novela original era una novela vastísima de la que, se decía, Castro tomó el tema de Los isleros. No importa si esto es cierto; era una de esas historias míticas que ruedan y crecen en los pueblos.

De modo que fui a la casa de la barranca y comencé a leer mi cuento, que empezaba exactamente con estas palabras: "Por el sendero venía avanzando el viejecillo"... y ahí terminó todo.

Bosio Arnaes me interrumpió y me preguntó: "¿Por qué 'sendero' y no 'camino'?, ¿por qué 'avanzando' y no 'caminando'?, en el caso de que dejáramos la palabra sendero, ¿por qué el viejecillo y no un viejecillo?» ya que aún no conocíamos al personaje; ¿por qué 'viejecillo' y no 'viejecito', 'viejíto', 'anciano' o simplemente 'viejo'?" Y sobre todo: ¿por qué no había escrito sencillamente que el viejecillo venía avanzando por el sende¬ro, que es el orden lógico de la frase? Yo tenía diecisiete años, una altanería acorde con mi edad y ni la más mí¬nima respuesta para ninguna de esas preguntas.

Lo único que atiné a decir, fue: "Bueno, señor, porque ése es mi estilo". Bosio Arnaes, mirándome como un lechuzón, me respondió: "Antes de tener estilo, hay que aprender a escribir".

(Abelardo Castillo, “Del ser escritor”).


CARLOS GAMERRO
La pregunta, que es vieja como el tiempo, puede dar lugar a infinitas elucubraciones y divagues. Será más útil, más operativa, si se la plantea en concreto, preguntándonos, por ejemplo, por la necesidad o conveniencia de los artesanales talleres de escritura

"Entre nosotros, hay picos de originalidad y genialidad muy altos, pero también hay pozos insondables de chapucería, improvisación y chantada."

(Por nuestras costas) y de las industriales carreras de creative writing (por las del Norte). La respuesta desdeñosa que suele arrojárseles es que "no produjeron ningún genio", que "Borges nunca fue a un taller literario'". Etcétera. Pero Raymond Carver sí, ¿entonces? Recordemos, para sacar la pregunta de las certezas burguesas, que muchas veces estos talleres y cursos cumplen una función social: permiten el acceso a la escritura -literaria o no- de los blue collar workers, de los obreros, de los villa, personas que por deficiencias del sistema educativo general no pueden "hacerse solos", "de abajo".

Comprobé, durante mi contacto con uno de los más antiguos y prestigiosos programas de escritura creativa (el de Iowa) que muchos de los textos producidos en ese contexto no eran geniales pero también que ninguno era muy malo; la escuela no había, quizás, levantado demasiado el techo, pero el piso era altísimo. Y esta es la mayor diferencia. Entre nosotros, hay picos de originalidad y genialidad muy altos, pero también hay pozos insondables de chapucería, improvisación y chantada: periodistas que no saben ordenar la información de manera comprensible, críticos que no pueden desplegar un argumento, editores que con tal de no pensar dejan pasar cualquier cosa, escritores incapaces de armar una frase. Pocos están llamados a ser geniales, pero por cada genio hay cientos, miles de autores de ficción, de periodistas, de historiadores, de biógrafos: todos ellos son escritores, y los que pasan por estas escuelas y talleres levantan mucho su nivel, lo cual basta y sobra para justificarlos. Pero además, en esta suba generalizada se montan, para llegar más alto, los geniales.
Las memorias de una Princesa Rusa, Arlt y Bakunin, El Capital en la versión de Juan B. Justo y las obras completas de Freud en las adaptaciones escatológicas del Doctor Gómez Nerea. Disponía de libre acceso a la biblioteca. Y creo haberme formado -sin saberlo- en esas ediciones de Claridad, Sopena y Tor. No puedo negarlo: un padre al que le apasionaba la literatura fue una marca. Además mi padre, entre sus muchos trabajos, fue periodista y soñaba ser un escritor como Victor Hugo (tal cual, eso soñaba, y escribir una novela como Los miserables), lo que incidió en mi formación: puedo recordarlo aporreando las teclas de la máquina de escribir, el humo de los cigarrillos, la pila de libros a su lado. Intento explicarme: empecé, como muchos, siendo lector. La escritura vino después. Es decir, no creo que nadie nazca escritor. Hay un sinfín de situaciones condicionantes que pueden impulsarlo a uno hacia un oficio. Porque la literatura, como la entiendo, por más o menos talento del que se disponga, es siempre un oficio. Y requiere un aprendizaje. Como aprender a leer.

"La literatura, como la entiendo, por más o menos talento del que se disponga, es siempre un oficio"


EL LÁTIGO QUE DIOS ME DIO

Empecé a escribir cuando tenía ocho años. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Entonces un día, de improviso comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.

Pero por supuesto, yo no lo sabía. Me dedicaba cuatro o cinco horas diarias a mis papeles, hacía anotaciones de diálogos escuchados entre mis vecinos, pulía los textos, los mecanografiaba escrupulosamente, dividía los párrafos, buscaba la mejor puntuación. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos, y veteranos de la guerra civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal.

Luego, hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal, ¡y después de aquello cayó el látigo! (...)

Más tarde, cuando publiqué mi novela Otras voces, otros ámbitos mucha gente atribuyó el éxito comercial del libro a la fotografía de la sobrecubierta, y los más desecharon el libro como si fuese una rara casualidad: Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien. ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce años!
(Truman Capote, Prefacio a Música para camaleones).


FABIÁN CASAS
Uno nace e inmediatamente es arrullado o conmovido por la voz de nuestros mayores, por la voz cansada de los locutores de TV y la voz matutina de nuestros maestros. Pero, paralelo a estos sonidos, se engendra otro tipo de diálogo. Hay alguien hablándonos desde los comienzos de los tiempos, pero pocas veces intercepta nuestros destinos. Cuando eso sucede, el mundo se convierte en un lugar oscuro y peligroso, donde también está la salvación.
A esto, que voy a llamar la Voz Extraña, no se lo puede definir, pero se lo reconoce. Tiene las características de la poesía. Y a veces se la puede aislar del cuchicheo incesante de nuestro ego. Desde que nos levantamos hasta que nos dormimos, la máquina se pone en marcha y se activa nuestro diálogo interno. Ese diálogo construye el mundo en el que vivimos. Nos dice quiénes somos, qué cosas tenemos que conseguir y trata de que lo sigamos al pie de la letra. Quiere que seamos lo que todos esperan que seamos, y que nos reproduzcamos y listo. Una vez conseguido esto, nos abandona con las cuentas impagas y el matrimonio en el horno. Es la Voluntad ciega que está acá sólo para seguir estando y nos hace muy desdichados. Nos hace esclavos.

"El escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos"

Cuando escribo algo, tengo como mínimo dos sensaciones: una, que es algo escrito por mí, que me satisface y me representa. Tengo, después un largo tiempo haciéndolo, cierto oficio. Cualquiera adquiere una habilidad si se empecina en eso. El periodismo, por ejemplo, es puro oficio. Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la Voz Extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que -más allá de los logros- estoy, como quería Kerouac, en el camino.

HERNÁN RONSINO
Un escritor se construye en una trama que está sostenida por dos grandes pilares: la experiencia y la lectura. Eso en los términos subjetivos. Pero también están las tradiciones, las huellas, las marcas culturales que se retoman o reaparecen en un texto. Marcas con las que se dialoga y se define un autor en un entorno histórico.
Todo lo dicho se puede cristalizar en una forma de mirar el mundo. El escritor mira el mundo, se mira en el mundo, hurgando en lo común, encontrando en lo común lo extraordinario. El escritor mira lo común y lo hace extraordinario en la palabra escrita. Esa mirada que cristaliza una tradición, un conjunto de lecturas, una serie de experiencias personales, biográficas, supone, por lo tanto, una manera de percibir la realidad. Me interesan, en este sentido, los escritores que fueron modelando un tiempo y un universo propio. Que fueron trazando, más rápido o más lentamente, las claves de una dimensión que, antes de la escritura, no existía. Y que, más allá de la finitud de ese escritor, esas claves sobreviven por la propia potencia encerrada en sus textos. Me atraen mucho esos escritores marginales y olvidados que han dudado de todo, incluso de ellos mismos, pero que su palabra ha sobrevivido a la miseria, al olvido. Pienso, por ejemplo, en esos días en que el cuerpo de Robert Walser estuvo hundido en la nieve suiza, muerto. Pienso en sus manuscritos, apretados, indescifrables, aguardando el rescate en el hospital mental de Herisau.

"El escritor mira el mundo, se mira en el mundo, hurgando en lo común, encontrando en lo común lo extraordinario."

EL DESEO CONTRA LA CRUDA REALIDAD

"Por aquellos días mi mujer y yo no teníamos un centavo. Nos ganábamos la vida a duras penas, pero aun así la idea era que yo estudiara en el Chico State College, una pequeña universidad estatal. Lo cierto es que desde que tengo memoria, mucho antes de que nos mudáramos a California en procura de una vida distinta y un pedazo del sueño americano, siempre quise ser escritor. Quería escribir, escribir cualquier cosa -ficción, claro, pero también poesía, obras de teatro, guiones, artículos para Sports Afield, True, Argosy y Rogue (algunas de las revistas que leía por aquel entonces) o para el diario local-, cualquier cosa que supusiera juntar palabras hasta armar algo coherente, capaz de interesarle a alguien que no fuera yo. No obstante, en la época de nuestra mudanza, algo me decía que para ser un escritor iba a tener que estudiar. Por aquel entonces yo le daba mucha importancia a los estudios, mucha más de la que le doy ahora, claro, pero esto se debe a que han pasado los años y tengo estudios. Téngase en cuenta que nadie de mi familia había ido a la universidad ni había llevado su educación más allá de la secundaria obligatoria. Yo no sabía nada, pero sabía que no sabía nada.
Pero como dije antes, junto con estas ganas de estudiar, tenía también un deseo muy fuerte de escribir; era un deseo tan fuerte que, con el aliento que recibí en la universidad y el criterio que adquirí, seguí escribiendo durante mucho tiempo, a pesar de que el "sentido común" y la "cruda realidad" me aconsejaran una y otra vez que abandonara, que dejara de soñar, que siguiera adelante con discreción y me dedicara a otra cosa.
Raymond Carver (prólogo a Para ser novelista, de Gardner).

LAURA MERADI
Empecé a escribir cuando empecé a leer. Las sílabas sonaban para mí como notas musicales. A medida que aprendí a leerlas, aprendí a escribirlas. Las sílabas tenían sonido pero también formaban palabras que me permitían descubrir un mundo que existía en mí y que necesitaba de ese código para salir del hueco infinito. Las palabras eran la cinta fílmica donde se revelaba la película de mi humanidad, que tiene siglos en la tierra. Las palabras fueron y son mi entrada al conocimiento. Es la herramienta que me puso en las manos el universo para desarrollarme como ser humana. Una gracia y una donación.

"Querer ser es un capricho. Uno es lo que es y lo que no es."

Alguien me dijo que Dios te pone los dones para servir al todo, pero que uno después se olvida y se sirve sólo a sí mismo. Que Dios reparte los dones para que el universo esté en equilibrio, pero que los hombres los entierran en su jardín como si fueran tesoros privados, y el mundo se desequilibra. Porque entonces cada don pareciera tener un precio, los ponemos en competencia, como si un don valiera más que otro, y entonces uno quiere tener el don que más vale y descuida su función. Como el que quiere ser escritor, como el que quiere ser pintor, como el que quiere ser cineasta, como el que quiere ser médico, como el que quiere ser camionero o sacerdote. Querer ser es un capricho. Uno es lo que es y lo que no es. Yo quería ser astronauta, y todavía siento nostalgia de lo que no soy.
El don es una herramienta para reencontrarse. Es un pasaje a la muerte y al amor, al principio creador de todas las cosas. No se elige, se manifiesta. Y se asume en el servicio. Volviendo la cabeza a la hoja en blanco, en las condiciones presentes, para dibujar unos simbolitos que ordenen en la tierra vaya uno a saber qué.

SYLVIA IPARRAGUIRRE
Yo me hice escritora. De los ocho a los once años quise ser egiptóloga; a los doce o trece, quería tener una librería en un vagón de tren y recorrer lugares exóticos, y hasta los quince o dieciséis también me hubiera encantado dibujar e hice muchos intentos. A los catorce años, empecé un diario; con intermitencias me acompaña hasta hoy. Mientras me dedicaba a estas cosas diversas, hacía dos que, sin que yo me diera cuenta, se me volvieron imprescindibles: iba al cine todo lo que podía y leía todo lo que estaba al alcance de mi mano. Tuve la suerte de tener bibliotecas cerca. En cuanto a leer todo, quiere decir todo, y con una concentración y ausencia del mundo mientras leía que en mi familia llamaba la atención y era comentada. En todo ese tiempo, también escribía. Mi primer ensayo parece haber sido una transposición de géneros: escribía sobre los argumentos de las películas que me habían gustado. Mi hermana fue la oyente de estas obras, muy esporádicas y que no causaron, que yo recuerde, la más mínima impresión. Desde que comencé el secundario supe, sin ninguna duda y de una manera natural, que iba a estudiar Letras: quería una carrera que me ordenara los libros, que me armara un mapa de lo que había leído hasta entonces. En mi diario escribía poemas, esbozos de cuentos, lo que todo el mundo hace y les daba una importancia muy relativa. Cuando a los dieciocho años me vine a estudiar a Buenos Aires era una lectora experimentada y una escritora ingenua. Descubrí temprano que tenía sensibilidad para la forma literaria, para detectarla como lectora; con los años descubrí que soy buena observadora, descubrí también que tengo buen oído para el lenguaje, que el lenguaje era para mí, como la lectura, una pasión. Con estas inclinaciones generales, quizá, se nace. Todo esto, tal vez, incline a escribir y así me fui convirtiendo en escritora. Pero esa palabra la tomé siempre con mucha cautela, con mucho respeto. Una puede sentirse escritora en la manera en que ve el mundo, en el modo en que intenta pasar todo a palabras; de ahí a demostrar que se es un escritor hay para mí un camino muy largo. Sentí que empezaba a ser escritora cuando me di cuenta de que podía manejar algún tipo de forma literaria, un cuento, una novela, un ensayo. También sentí que ser escritora era mucho más que publicar un libro, y por eso nunca sentí apuro por publicar. Me gusta hablar de técnica, del oficio de escribir, de la forma, eso sí me gusta de verdad. Lo demás es mi biografía personal, muy personal, mi encuentro a los veintiún años y para toda la vida con Abelardo Castillo. Fue con su ayuda que descubrí que esas inclinaciones podían llevarme a escribir y fue con su impulso que publiqué mi primer libro. Nuestra conversación sobre literatura, sobre el arte de escribir, es algo que nos enriquece, que empezó hace más de cuarenta años y que sigue, con apasionamiento, hasta hoy.

"Ser escritora era mucho más que publicar un libro, y por eso nunca sentí apuro por publicar."